Fue como el viento en un tiempo que aún no existía. Pero
vi el mar antes de que sonaran las campanas.
<<Dong>>
<<Dong>>
Nos llevarían lejos; clavé los dedos de los pies
descalzos en la arena seca, y cuando una bandada de palomas grises alzó el vuelo
allá con la última campanada, las cadenas sonaron; los guardias empujaron a los
primeros presos de la fila y empezamos a caminar. La mujer que iba delante de
mí con un pañuelo sucio cubriendo la cabeza rezaba en tono bajo. Debía de tener
la edad de mi madre, y la voz más grave.
Suspiré, intentando controlar la respiración para no
sentir dolor, porque los grilletes en los tobillos me hacían tropezar, y la
soga apretada en mis muñecas delgadas me iba dejando la piel mugrienta en carne
viva.
Recorrimos el
camino que llevaba al puerto por la calle de piedra que separaba las casas de
los pescadores de la rula, y bajando por una cuesta resbaladiza los guardias
nos dividieron en grupos pequeños llenando los botes de madera; El galeón podía
verse a lo lejos, anclado con las velas recogidas junto al islote del castillo.
Era el barco de los veintiún
locos, eso dicen, porque en el mundo solo existen veintiún locuras. Sé que
robar y beber eran algunas de ellas. Lo había oído decir a alguien, pero
desconocía el resto. También había oído las historias del barco; que nos
llevaban para curarnos, que nos tirarían por la borda en alta mar, que nos
dejarían en una isla. Supongo que nadie sabía la verdad.
Yo iba a descubrirla.
Me
encajaron en el bote entre dos hombres altos que aplastaron mi pecho contra
sus espaldas. Otro de ojos negros no
dejó de mirarme, pero lo perdí de vista cuando nos hicieron subir al galeón, en
donde quedé oculta en la marea de personas desorientadas, que eran más de
veintiún y de cien. Tropecé sin querer con una anciana pequeñita de ojos
translúcidos, y apoyándome contra un mástil me entraron ganas de llorar.
Agarré las manos a las cuerdas
que lo rodeaban, mientras mi soga rozaba contra ella, ensuciándola de sangre;
un marinero me apartó golpeándome el costado con algo duro, y encogida sobre mí
misma me dejé mover cuando los guardias volvieron a dividirnos en grupos
mayores a ambos lados de cubierta.
Izaron las velas, que se
ahuecaron con la brisa fría, y notando el sabor del sal empezamos a movernos.
Sentí el escalofrió del viento que soplaba con fuerza mientras la costa iba
quedando cada vez más lejos, hasta que los edificios se convirtieron en
hormigas diminutas y la línea de tierra, que nunca había visto de aquel modo,
quedó ahogada bajo el horizonte azul.
Ahora aparecerían los dragones
en un abismo de fuego.
Pero todo a nuestro alrededor
siguió siendo agua.
Un grito
de uno de los guardias movilizó a los marineros con una palabra certera que no
llegué a entender; los hombres empezaron a levantar dos trampillas de
madera que comunicaban con el interior del barco hacia la bodega; una escalera se perdía en la oscuridad, y entre el gentío oí los chillidos
de las ratas que se movían sin dejarse ver, fantasmas de alta mar.
Después de eso un tipo delgaducho, de mi estatura de doce años, pasó a nuestro
lado con un gran llavero que tintineaba entre sus dedos largos. Al agacharse a
mi lado vi las marcas de viruela que le recorrían la piel curtida por el sol
mientras me soltaba los grilletes de las piernas. Repitió la misma acción con el resto de los
presos, uno a uno; aún no había terminado cuando nos empezaron a conducir bodega
a bajo.
Una mujer gritó cerca de mí cuando un hombre la apretó
contra sí, más allá un anciano quedó aplastado bajo la multitud dirigida en
aquella única dirección negra. Podía oler los orines desde donde estaba, y
dejándome quedar atrás, aún bajo el cielo azul, dejé de quedar encajada entre cuerpos llenos de sudor a medida que estos avanzaban.
El mar estaba en calma y el viento ya no era tan fuerte.
Ya estaba casi sola en medio de la cubierta cuando dos hombres
con uniforme me gritaron, se acercaron a paso amenazante señalando la
bodega y miré de nuevo el cielo y el agua. Cerrando los ojos un momento llené
los pulmones de aire limpió.
Noté mis pies fríos, las piernas pesadas, y suplicando a
mi cuerpo que no me fallasen empecé a correr hacia popa. Salté por la baranda
con las manos atadas, decidiendo que aquel era el mejor lugar para morir.
<<Hombre
al agua>> gritó alguien a mi espalda. Pero yo era una niña. Después la
boca se me llenó del líquido salado, y braceando como pude subí a la superficie con la
fuerza de las piernas; sin dejar de moverlas me mantuve con la cabeza fuera del agua un
rato; el barco continuó su travesía en línea recta, y yo me quedé allí, mecida
por las olas suaves.
Llené los pulmones y me eché hacia atrás flotando en el agua como mi hermano me había enseñado hacer en el río. Pero en el mar resultaba más sencillo. Era más difícil hundirse.
Y allí me quedé con los ojos cerrados, notando el
cosquilleó del sol, que no tardaría en quemarme la piel.
Me convertiría en un cadáver moreno.