domingo, 13 de septiembre de 2015

Capítulo I

Fue como el viento en un tiempo que aún no existía. Pero vi el mar antes de que sonaran las campanas.
            <<Dong>>
            <<Dong>>
Nos llevarían lejos; clavé los dedos de los pies descalzos en la arena seca, y cuando una bandada de palomas grises alzó el vuelo allá con la última campanada, las cadenas sonaron; los guardias empujaron a los primeros presos de la fila y empezamos a caminar. La mujer que iba delante de mí con un pañuelo sucio cubriendo la cabeza rezaba en tono bajo. Debía de tener la edad de mi madre, y la voz más grave.
Suspiré, intentando controlar la respiración para no sentir dolor, porque los grilletes en los tobillos me hacían tropezar, y la soga apretada en mis muñecas delgadas me iba dejando la piel mugrienta en carne viva.
 Recorrimos el camino que llevaba al puerto por la calle de piedra que separaba las casas de los pescadores de la rula, y bajando por una cuesta resbaladiza los guardias nos dividieron en grupos pequeños llenando los botes de madera; El galeón podía verse a lo lejos, anclado con las velas recogidas junto al islote del castillo.
Era el barco de los veintiún locos, eso dicen, porque en el mundo solo existen veintiún locuras. Sé que robar y beber eran algunas de ellas. Lo había oído decir a alguien, pero desconocía el resto. También había oído las historias del barco; que nos llevaban para curarnos, que nos tirarían por la borda en alta mar, que nos dejarían en una isla. Supongo que nadie sabía la verdad.
Yo iba a descubrirla.
Me encajaron en el bote entre dos hombres altos que aplastaron mi pecho contra sus espaldas. Otro  de ojos negros no dejó de mirarme, pero lo perdí de vista cuando nos hicieron subir al galeón, en donde quedé oculta en la marea de personas desorientadas, que eran más de veintiún y de cien. Tropecé sin querer con una anciana pequeñita de ojos translúcidos, y apoyándome contra un mástil me entraron ganas de llorar.
Agarré las manos a las cuerdas que lo rodeaban, mientras mi soga rozaba contra ella, ensuciándola de sangre; un marinero me apartó golpeándome el costado con algo duro, y encogida sobre mí misma me dejé mover cuando los guardias volvieron a dividirnos en grupos mayores a ambos lados de  cubierta.
Izaron las velas, que se ahuecaron con la brisa fría, y notando el sabor del sal empezamos a movernos. Sentí el escalofrió del viento que soplaba con fuerza mientras la costa iba quedando cada vez más lejos, hasta que los edificios se convirtieron en hormigas diminutas y la línea de tierra, que nunca había visto de aquel modo, quedó ahogada bajo el horizonte azul.
Ahora aparecerían los dragones en un abismo de fuego.
Pero todo a nuestro alrededor siguió siendo agua.
            Un grito de uno de los guardias movilizó a los marineros con una palabra certera que no llegué a entender; los hombres empezaron a levantar dos trampillas de madera que comunicaban con el interior del barco hacia la bodega; una escalera se perdía en la oscuridad, y entre el gentío oí los chillidos de las ratas que se movían sin dejarse ver, fantasmas de alta mar.
Después de eso un tipo delgaducho, de mi estatura de doce años, pasó a nuestro lado con un gran llavero que tintineaba entre sus dedos largos. Al agacharse a mi lado vi las marcas de viruela que le recorrían la piel curtida por el sol mientras me soltaba los grilletes de las piernas.  Repitió la misma acción con el resto de los presos, uno a uno; aún no había terminado cuando nos empezaron a conducir bodega a bajo.
Una mujer gritó cerca de mí cuando un hombre la apretó contra sí, más allá un anciano quedó aplastado bajo la multitud dirigida en aquella única dirección negra. Podía oler los orines desde donde estaba, y dejándome quedar atrás, aún bajo el cielo azul, dejé de quedar encajada entre cuerpos llenos de sudor a medida que estos avanzaban.
El mar estaba en calma y el viento ya no era tan fuerte.
Ya estaba casi sola en medio de la cubierta cuando dos hombres con uniforme me gritaron, se acercaron a paso amenazante señalando la bodega y miré de nuevo el cielo y el agua. Cerrando los ojos un momento llené los pulmones de aire limpió.
Noté mis pies fríos, las piernas pesadas, y suplicando a mi cuerpo que no me fallasen empecé a correr hacia popa. Salté por la baranda con las manos atadas, decidiendo que aquel era el mejor lugar para morir.
            <<Hombre al agua>> gritó alguien a mi espalda. Pero yo era una niña. Después la boca se me llenó del líquido salado, y braceando como pude subí a la superficie con la fuerza de las piernas; sin dejar de moverlas me mantuve con la cabeza fuera del agua un rato; el barco continuó su travesía en línea recta, y yo me quedé allí, mecida por las olas suaves.
Llené los pulmones y me eché hacia atrás flotando en el agua como mi hermano me había enseñado hacer en el río. Pero en el mar resultaba más sencillo. Era más difícil hundirse.
Y allí me quedé con los ojos cerrados, notando el cosquilleó del sol, que no tardaría en quemarme la piel.
Me convertiría en un cadáver moreno.